sábado, 7 de septiembre de 2013

El escritor en el bar

Bueno, después de tanto tiempo, otra entrada. Esta no alcanzará la calidad que pudiera alcanzar una entrada cualquiera si la escribiese con cierta preparación, pero el motivo es parte de una historia más larga. En realidad, esta entrada debería de formar parte del resultado de un taller de narrativa dadaísta que unos amigos y yo teníamos preparado. La idea es que cada uno de los participantes escribiese una historia (sin conocer la de los demás) de una hoja como longitud máxima, con ciertas palabras clave extraidas aleatoriamente de un diccionario; después dos de nosotros uniríamos todas para crear un relato completo. Pero no se llegó a realizar al final completamente la idea (o ha sido aplazada para bastante más adelante), así que me permito el lujo de subir mi parte al blog.


La lluvia era más fría que de costumbre. El escritor corría por las calles, encogido sobre sí mismo, cubriéndose lo mejor que podía con su abrigo. El día había ido de mal en peor; el trabajo en la oficina había sido especialmente duro, y para colmo, había perdido el tren de vuelta a casa justo el día con la lluvia más intensa de todo el invierno. Lo peor es que no podría volver hasta mucho más tarde, por lo que tendría que comer en algún desaconsejable bar de mala muerte que tuviese a mano.

Empujó la puerta de cristal, suspirando profundamente, reconfortado por el calor del lugar. Olía fuerte a comida frita y asada, casi a tizón. Además, el murmullo de la gente era algo desagradable. El escritor se sentó en la barra, y un abuelo se acercó para tomar nota de lo que comería. Mientras esperaba, no pudo evitar mirar con desagrado al tragón que se sentaba a su lado, que no dejaba de arrear sorbos la concha de uno de esos gasterópodos pulmonados de mar tan asquerosos. No lograba comprender como la gente podía comer eso.

Y justo cuando se dispuso a levantarse para marcharse, escuchó un sonido familiar de fondo. No se había fijado hasta ahora, pero había una radio puesta, con música de fondo. Y había empezado a sonar una canción que movió algo en su interior. No la había escuchado desde su infancia. Por un momento, volvieron a su mente imágenes de su infancia. Volvió a sentir el temor de un niño que entra por primera vez en la escuela, la ansiedad del niño que abre los regalos de su cumpleaños...

El anciano barman interrumpió su trance, sirviéndole la sopa y el té enlatado que había pedido. A pesar de estar hirviendo, la sopa se sentía bien, y mamar de la lata de té relajaba su garganta que ardía por el caldo de su comida. Miró de nuevo a su alrededor. Ya no le incomodaba la gente, y sin embargo, sentía algo hacia aquel entorno. Sentía una combinación de fascinación y lástima. En cada una de esas personas, en el decorado del lugar, veía recuerdos de su infancia. Su padre comiendo en silencio, su hermano siempre tan abusivo, sus huidas por el campo, las cenas familiares de navidad, los regalos que las seguían... Hasta que llegó a verla.

Aquella joven se veía radiante. Parecía que la cubría un halo, separándola de todo el cargado ambiente que impregnaba el bar. Su gesto risueño la elevaba por encima de todo lo que había visto hasta el momento. Entonces el escritor se percató de su propia mirada indiscreta, y se volvió de nuevo hacia el plato medio vacío que tenía frente a él, en la barra. Qué era el, sino parte de ese ambiente decadente, mojado aún por la lluvia, cansado, viejo.

Pero entonces se dió cuenta. En realidad no había estado viendo a la joven de la mesa junto a la ventana. A quien había estado viendo era a la mujer que lo esperaba en casa. Sonrió confortado para sí, pensando en la tranquilidad que le esperaba cuando llegase a su hogar. Sólo por ello, valía la pena haber pasado aquel día. Por si fuese poco, aquella cena había abierto el cofre de su imaginación. Hacía años que no escribía, y ahora, rodeado por el frío de la lluvia, el calor de la comida, el murmullo de la gente, y la esperanza en el futuro, era capaz de vislumbrar infinitas aventuras, lugares más allá de lo imaginable, e historias más fantásticas que todas las que hubiese conocido hasta entonces. Porque eran historias que surgían desde lo más profundo de su ser.

El escritor se levantó de su sitio, dejando el dinero y algo de propina en la barra. Se ajustó sus vestiduras, y empujó las puertas de cristal. El sol ya se había puesto, pero no le importaba. Daría un paseo bajo la lluvia mientras esperaba al tren. Tenía mucho en lo que pensar.




Hale, eso es todo. Tenía en mente otras dos entradas, ya más trabajadas (y no escritas sin pensar en una sola tarde), que aún no he escrito por pereza. Espero que en breve tenga las ganas de vencer a mi pereza y subirlas.

PD: He de admitir, como nota anecdótica, que parte de la inspiración para el relato fue el escuchar MadWorld un día lluvioso en un restaurante de mala muerte :3

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